2020 será un año para olvidar. En medio de la epidemia algunos festivales han decidido dar el paso al frente y celebrar la fiesta del cine (con todas las medidas de seguridad) para demostrar que ir a una sala de cine es seguro. Bravo por su valentía, pasión y ganas de hacer bien las cosas. Estas condiciones no han hecho decrecer en mí las ganas de asistir un año más al Festival de Sitges (y ya van 16 ediciones...). Esta edición me ha hecho especial ilusión ya que será mi primera como acreditado de prensa con Oriental Paradiso. Llego a Sitges en un día algo nublado aunque con una excelente temperatura (se prevén lluvias, un clásico del festival) dispuesto a disfrutar del mejor cine fantástico y de terror. La primera sesión es en la Sala Tramuntana, y a pesar de lo lleno de la sala, el público respeta las distancias de seguridad. Saint Maud (2019) venía precedida de unos buenos comentarios que la estaban haciendo destacar como una de las joyas inesperadas de la programación de los festivales por los que había pasado. El film ha resultado ser toda una pequeña sorpresa que ofrece una coctelera de horror psicológico cocido a fuego lento, religión y problemas mentales. Una mezcla, a todas vistas, explosiva. El film sigue a Maud, una joven enfermera que, tras un oscuro trauma, se vuelve devota de la fe cristiana. Cuando empieza a trabajar cuidando a Amanda, una bailarina jubilada enferma de cáncer, la fe de Maud le inspira una obsesiva convicción de que debe salvar el alma de su paciente de la condena eterna... sea cual sea el coste.
El film supone la ópera prima de Rose Glass y a pesar de ello sorprende por una planificación en las escenas milimétrica donde explota el suspense y una inquietud creciente. Su protagonista, Maud, resulta interesante al ser una joven con evidentes problemas mentales (y supuesta esquizofrenia) que se entrega de forma enfermiza al fanatismo religioso. Maud arrastra un pasado como enfermera en que se nos deja en el aire que algo terrible pasó por su culpa (aunque el film no es explícito en ese sentido). Maud está interpretado por Jennifer Ehle y la actriz realiza todo un tour de force a lo largo del metraje. El horror de Saint Maud se va caldeando a fuego lento hasta llegar a un tramo final donde estalla definitivamente la violencia y las alucinaciones. Por contra, aunque se dejen pinceladas sobre el pasado de Maud (ese ligue de una noche que le dice que había estado enrollada con un amigo suyo, su traumático error como enfermera...) para que el espectador coloque las piezas por si mismo si que me hubiera gustado profundizar algo más en todo ese pasado para dar más capas al personaje quedándose éste en algo superficial. Si que me pareció, además, algo forzado que Maud de la noche a la mañana pase de devota cristiana a pecadora excesiva (a mitad de metraje) para luego volver a sufrir una revelación divina.
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Saint Maud ofrece una historia terrorífica y que presenta logrados aciertos visuales. Un film que va creciendo en el recuerdo siendo una experiencia la mar de interesante y destacable en el panorama del horror religioso.
Ver películas sobre animales asesinos y agigantados siempre es un gran placer para mi (quitando todas las películas de
The Asylum), ya sea lagartos varios, serpientes, tiburones, perros, insectos... lo que sea. El australiano
Andrew Traucki también parece compartir esta pasión por el terror animal ya que ha basado casi toda su filmografía en ello destacando cintas como
El arrecife (2010), una de mis cintas favoritas recientes sobre tiburones. En 2007 el director realizó
Black Water y la fórmula le funcionó de forma correcta presentando a unos cocodrilos asediando a los personajes en los pantanos australianos. Ahora en Sitges presenciamos una continuación bastante libre de aquella:
Black Water: Abyss (2020).
El film sigue a un grupo de amigos que exploran un extraño sistema de cuevas en el norte de Australia. Debido a una inundación, los personajes se quedan atrapados en la cueva. Allí tendrán un acompañante en forma de cocodrilo.
Es de valorar de
Black Water: Abyss que aún a pesar de sus numerosas limitaciones y del bajísimo presupuesto, tu pasión como director te lleve a superar dichos obstáculos y rodar sea como sea con la pasión como motor. Dicho esto,
Black Water: Abyss ha sido todo un suplicio. Los personajes, como es habitual, no nos interesan lo más mínimo aunque se intente un mínimo de conflicto presentando una sub-trama con dramilla propio de un
telefilm de domingo por la tarde. El escenario está limitado a una cueva subterránea por donde los personajes pasarán una y otra vez por túneles y más túneles inundados mientras "la impaciente" va creciendo. ¿Y el cocodrilo? Por desgracia, la presencia del bicho es muy reducida apareciendo escasos minutos y siendo muy evidente, en sus ataques, el poco presupuesto del film. La "increíble" resolución, pistola en mano, pone la guinda a esta cinta, simpática por sus pretensiones de intentar entretener con los elementos de los que dispone pero tediosa y aburrida hasta el hartazgo. Uno necesitaba más mala baba.
Hace cuatro años, el estreno de
Train to Busan (2016) resultó todo un acontecimiento en el muy sobado cine de zombies proponiendo una experiencia de excelente pulso narrativo y visual. Su director,
Yeon Sang-Ho, venía del mundo de la animación con piezas tan recomendables como
The King of Pigs (2011) o la excelente
The Fake (2013) estrenándose en la imagen real con los zombies de
Train to Busan. El film fue todo un exitazo en Corea, acumulando cerca de 11 millones de espectadores además de una fuerte proyección internacional por lo que no nos extraña demasiado esta secuela.
Peninsula está ambientada cuatro años después de los hechos narrados en la anterior y nos presenta una península coreana totalmente en ruinas e invadida por los zombies. Jung Seok es un coreano exiliado en China debido a la catástrofe, pero las circunstancias (y un plan con mucho dinero de por medio) le harán volver a su país. Allí las cosas no han mejorado precisamente.
Peninsula difiere en estética y recorre coordenadas bastante diferentes a Train to Busan resultando un film mucho más entregado a la acción de disparo y con persecuciones de coches. En ese sentido podríamos encontrar una similitud en tono mezclando Mad Max: Fury Road (2015) con el "más es mejor" de Aliens (1986) aunque con dispares resultados. La original Train To Busan se beneficiaba de una ambientación impecable con los personajes metidos en un tren con todas las posibilidades que se abren con dicha situación extrema. En Peninsula, cuesta mucho de empatizar con unos personajes parcos en palabras siendo algo estereotipados y poco simpáticos. Su protagonista, Dong Won-Gan, es un actor que me cae bien (A Violent Prosecutor, The Priests...) pero en Peninsula su personaje no me despierta demasiadas emociones. El film se entrega al exceso digital fallando especialmente en esas imposibles persecuciones en coche con niños realizando piruetas al volante que ni Fernando Alonso. La idea de esa fábrica llena de supervivientes convertidos éstos en unos salvajes sin escrúpulos y organizando batallas de presos vs zombies, es buena pero está llevada con sosería y poco interés. El buen pulso de Sang-Ho se intuye en algunos momentos de acción (esa escena inicial en un ferry es excelente) y algún que otro personaje simpático (como las niñas) aunque fracasando en sus momentos sensibleros siendo éstos algo forzados. El clímax final es muy correcto con las emociones de los personajes estallando pero el film resulta demasiado largo y rutinario. Una lástima, se queda en un producto entretenido aunque olvidable. Un fast-food en toda regla.
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Japón siempre ha tenido tradición, en su cine, por mostrar sus inquietudes cuasi apocalípticas respecto al avance de las nuevas tecnologías y cómo nos afectarían como seres humanos. Del temor mecánico e informático que podríamos ver en el
cyberpunk de
Tetsuo (1989) o el horror informático/fantasmal de
Kairo (2001) parece que estamos evolucionando hacia los entornos digitales y la realidad virtual a tenor de lo que presenta
Hello World (2020). Sin duda, una de las cintas de animación japonesa más a tener en cuenta este año.
En el año 2027, Naomi Katagaki se encuentra con su yo de 10 años en el futuro. Ambos tendrán que salvar a la joven Ruri Ichigyō, con quien Naomi empezará a salir en los tres meses siguientes, y así cambiar su destino.
Hello World (2019) vendría a ser una mezcla de los films de
Mamoru Hosoda (en lo que respecta a los entornos digitales por donde se mueven los protagonistas) y
Your name (2016) de
Makoto Shinkai (con un romance adolescente aderezado de elementos fantásticos). Si bien, el film de
Tomohiko Ito (responsable de la excelente serie
anime Desaparecido de 2016) cobra personalidad propia ofreciendo un film de temática romanticona adolescente, si, pero que acaba ganando en complejidad con un despliegue de imaginación, espectáculo y corazón verdaderamente notable. Si que es cierto que con su interés por romper las reglas del mundo que presenta y por intentar el "más difícil todavía" su trama acaba embarullándose pero
Hello World consigue que a partir de unas premisas a primera vista sencillas como es el de evitar la "muerte" del amor adolescente de Katagaki, ésta consigue crecer sorprendiendo argumentalmente una y otra vez amen de ofrecer un apartado visual en su animación deslumbrante. Un film muy notable y que confirma de nuevo el excelente estado de salud de la animación japonesa en la última década. Y quedaos hasta el final porque tiene una pequeña escena en los créditos finales que cambia totalmente el sentido de la película y consigue que se te salte la lagrimilla.
La ciencia ficción en el cine me apasiona, vista desde todos los ángulos: desde el punto de vista más
naif y de puro entretenimiento hasta la más seria, esa que aborda leyes científicas durillas de comprender.
Minor Premise (2020) parecía que partía de una propuesta de ciencia ficción seria como es el desdoblamiento de nuestra consciencia y cómo nos afecta como seres humanos el separarnos de nuestras emociones entre otros aspectos de nuestra personalidad.
El film sigue a un solitario neurocientífico quien ha perdido recientemente a su padre (también científico). El muchacho se enreda en su propio experimento, enfrentando diez fragmentos de su conciencia entre sí las cuáles van cambiando cada seis minutos. El destino: la muerte cerebral.
Minor Premise ha resultado ser todo un plomo. El film no ha conseguido que conecte en su historia ni 1 solo minuto siendo un festival del sopor y los bostezos. Para empezar, tanto su personaje protagonista como el actor que lo interpreta me resultaron antipáticos (aunque
Sathya Sridharan se piense que está haciendo
Shakespeare) y eso ya dificulta el seguir el film con un mínimo de interés. Se intenta dar profundidad al personaje soportando éste la pesada sombra de un padre que era un genio en lo suyo, el alcoholismo y las amnesias así como esa curiosa máquina que desdobla tus diferentes consciencias con el ánimo de calmar la tristeza y separar las emociones. Pero tan pronto el experimento se va de las manos el guión no deja de dar vueltas una y otra vez sobre lo mismo sin atisbo de sorpresas o variantes interesantes. Nada. Solamente vemos a su protagonista teniendo cambios de personalidad radicales sin ningún interés por ver como se soluciona el entuerto. Tal vez, la historia hubiera funcionado bastante mejor en un cortometraje.
Minor Premise demuestra pobreza general de escenarios, elementos visuales llamativos y una falta de pasión por lo que se está contando. Apaga y vámonos. Vamos a por otra.
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