Tras el fin de la dictadura en
Corea del Sur en 1987, el cine pudo ver por fin relajada su censura, lo que permitió que una nueva generación de cineastas se atreviera a contar cosas que años atrás era impensable. Los años 90 vinieron acompañados de un plan del gobierno en el que se decidió apostar por el cine del país y la cultura en general como fuente de riqueza nacional tras ver que los beneficios obtenidos en Corea en taquilla de Parque Jurásico (1993) equivalían a las ventas de exportaciones de todo un año de Hyundai. Un dato que dio que pensar.
1999 fue el año en el que una producción local,
Shiri (1999), batió los récords de taquilla siendo el pistoletazo de salida a una tendencia que se viene cumpliendo hasta la actualidad: el apoyo constante del público coreano hacia sus producciones, cuidadísimas por otro lado y que han supuesto auténticos taquillazos. A día de hoy, el éxito de la producción audiovisual coreana es incontestable entre el
mainstream gracias al triunfo de
Parásitos (2019) en los Óscars o el fenómeno de
El juego del calamar (2021) en
Netflix. Pero volvamos a los años 90. Dicha nueva generación se la conoció como “Nuevo cine coreano”. De esta hornada salieron directores como
Park Chan Wook, Bong Joon-Ho, Kim Jee Won o
Lee Chang Dong.
Lee Chang-Dong es una de las voces más importantes de la nueva ola coreana. Fue ministro de cultura en el país entre 2003 y 2004 y resulta curioso que su filmografía se reduce a 6 películas realizadas entre 1997 y la actualidad, con unas producciones bastante separadas en el tiempo, lo que ha provocado que cada nuevo estreno suyo sea un pequeño acontecimiento entre el
fandom.
Chang-Dong empezó en el negocio cinematográfico como guionista de filmes como
A Single Spark (1995), antes de debutar con
Green Fish (1997). Si bien, fue su segundo trabajo,
Peppermint Candy (1999), el que acabó por ganar el apoyo del público y de la taquilla.
La película da inicio con el suicidio de Yongho, el cual sirve como acto de entrada a la retrospectiva de la historia de su vida. Una historia que nos adentra en la convulsa situación de Corea del Sur entre los años 1979 y 1999, sus secuelas y su reflejo en los habitantes.
El cine de
Lee Chang-Dong está muy atado a la historia reciente de Corea así como a las cicatrices, traumas y contradicciones de su sociedad con un gusto por hablar de personajes maltratados, solitarios o marginados enfrentados a un gran poder, ya sea el gobierno, el sistema, la iglesia (como en
Secret Sunshine), el conservadurismo de la sociedad (como en
Oasis) o el abuso de las clases altas hacia las bajas (como en la excelente
Burning).
En
Peppermint Candy es muy evidente ya que supone un fascinante recorrido, a la inversa, de 20 años de historia del país, desde 1979 a 1999, viendo en el camino sucesos clave como la terrible masacre de Gwangju, las torturas policiales realizadas en la dictadura, la llegada de la democracia y los tiempos de bonanza económica hasta llegar a la gran crisis de finales de los 90.
El hilo conductor del filme es Yongho, el cual empieza siendo un hombre totalmente destrozado, abatido por los embistes de la vida y a gritos se lanza a un tren en marcha en el alucinante e histérico inicio de la película. Da inicio así a un viaje atrás en el tiempo para ver exactamente qué le ha pasado a este hombre para acabar así. Un elemento brillante de Peppermint Candy es su capacidad para resignificar escena a escena lo que hemos visto anteriormente. De ver a un hombre insoportable, que no deja de gritar y llorar, vemos tramo a tramo como este personaje se le quitan capas de encima en un ejercicio fascinante, original y demoledor desde un punto de visa dramático.
Sin duda, es una apuesta arriesgada por parte de Chang-Dong ya que su personaje protagonista es una persona detestable. No tiene problema en usar la violencia contra su mujer o contra quien esté a su alrededor, es un infiel además de torturador durante sus años en la policía. Si bien, a medida que avanza el metraje los hechos vividos por Yongho se van resignificando de una manera cargada de fuerza. Resulta tristísimo ver cómo Yongho acaba engullido por un sistema en el que la violencia se ha convertido en algo institucional y social, lo que acaba condicionando y arruinando su vida. Cómo la dictadura y el militarismo acaba arruinando los sueños de este joven y su pura relación entre él y Sunim.
Hay cierto realismo mágico presente en el filme como esas escenas del tren que están rebobinadas a la inversa, por no hablar de ese final ambiguo en donde se vuelve al mismo escenario que en el inicio y donde las lineas temporales parecen juntarse dando una cierta sensación de irrealidad o sensación de sueño. Un Yongho con poco más de 18 años, pareciendo ser consciente de lo que será su propia muerte en un futuro resulta la guinda puesta a esta producción.
Peppermint Candy está empapada de las vivencias de
Lee Chang-Dong ya que él vivió toda la época del personaje principal y está representando a toda una generación de coreanos con las cicatrices aún abiertas y sangrantes, por lo que dicho plano de Yongho gritando a cámara frente a un tren, es una representación del dolor de esta generación.
Yongho viene interpretado por
Sol Kyung-Gu, una de las caras más importantes del nuevo cine coreano aparecido en
Memories of Murder (2003), la saga
Public Enemy (2002) y aún continuando en activo con trabajos como
1987: When the day comes (2017). Sunim la interpreta
Moon So-Ri, otra de las grandes actrices del país y que pudimos ver en filmes como
La mujer del abogado (2003),
The Handmaiden (2016) o
Little Forest (2018). La pareja volvería a juntarse en el siguiente filme de
Chang-Dong:
Oasis (2002), realizando ambos unas interpretaciones extraordinarias.
Peppermint Candy (1999) es un film doloroso, lleva al espectador por lugares oscuros y duros pero está cargada de excelentes ideas visuales, una fuerza narrativa potente narrada a la inversa y una extraordinaria capacidad para resignificar sus imágenes. Sin duda, una de las joyas del cine coreano de finales de los años 90.
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